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hemos hundido bien en el centro de la noche. Al fin palpábamos, en lo exterior, la pulpa
brumosa de lo indistinto, de la que habíamos creído, hasta ese momento, que era nuestro
propio desvarío, la chicana caprichosa de una criatura demasiado mimada en un hogar
material hecho de necesidad y de inocencia. Al fin llegábamos, después de tantos
presentimientos, a nuestra cama anónima.
Por venir de los puertos, en los que hay tantos hombres que dependen del cielo, yo sabía lo
que era un eclipse. Pero saber no basta. El único justo es el saber que reconoce que
sabemos únicamente lo que condesciende a mostrarse. Desde aquella noche, las ciudades
me cobijan. No es por miedo. Por esa vez, cuando la negrura alcanzó su extremo, la luna,
poco a poco, empezó de nuevo a brillar. En silencio, como habían venido llegando, los
indios se dispersaron, se perdieron entre el caserío y, casi satisfechos, se fueron a dormir.
Me quedé solo en la playa. A lo que vino después, lo llamo años o mi vida -rumor de
mares, de ciudades, de latidos humanos, cuya corriente, como un río arcaico que arrastrara
los trastos de lo visible, me dejó en una pieza blanca, a la luz de las velas ya casi
consumidas, balbuceando sobre un encuentro casual entre, y con, también, a ciencia cierta,
las estrellas. [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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