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quien me garantizó que emplearía los colores más finos. ¡No han pasado diez años, y fíjate! La
plata de los yelmos se oscurece y la parte de abajo de la imagen esta completamente desconchada.
¿Es eso un trabajo honrado?
Beatriz se aburría. El séquito de Mahaut era numeroso, pero compuesto únicamente de
gente vieja. Mahaut se mantenía bastante alejada de la corte de Francia sometida por completo a la
influencia de Roberto. Allá, en París, en Saint-Germain, alrededor del rey encontrado, se
celebraban sin cesar justas, torneos y fiestas; por el aniversario de la reina, por la marcha del rey de
Bohemia, e incluso, sin motivo alguno, simplemente para divertirse. Mahaut no iba allí, o hacía
sólo breves apariciones cuando se veía obligada por su categoría de par del reino. Mahaut ya no
tenía edad para la danza, ni humor para ver divertirse a los otros, sobre todo en una corte en la que
la trataban tan mal. Ni siquiera le agradaba pasar una temporada en su palacio de la calle
Mauconseil; vivía retirada entre los altos muros de Conflans o bien en Hesdin, ¡que había tenido
que reparar después de la devastación hecha por Roberto el año 1316.
Tiránica desde que no tenía ningún amante -el último había sido Thierry de Hirson, que se
repartía entre ella y la Divion, de donde provenía el odio que Mahaut tenía a esa mujer-, y temerosa
de verse presa de molestias nocturnas, obligaba a Beatriz a dormir en un extremo de su habitación,
impregnada de olores de vejez, de farmacia y de comida. Porque Mahaut seguía devorando como
siempre, atacada a toda hora por un hambre canina; los tapices olían a guisado de liebre, a venado y
a caldo de ajo. Sus frecuentes indigestiones la obligaban a llamar a los médicos, barberos y
boticarios; las pociones y las infusiones de hierbas sucedían a las carnes escabechadas. ¡Ah!
¿Dónde estaban los buenos tiempos en los que Beatriz la ayudaba a envenenar reyes?
La propia Beatriz comenzaba a sentir el peso de los años. Se acababa su juventud. Treinta y
tres años es una edad en que todas las mujeres, incluso las más perversas, contemplan las dos
vertientes de su vida, piensan con nostalgia en la época pasada; y con inquietud, en la que ha de
venir. Beatriz seguía hermosa, y de ello se aseguraba en los ojos de los hombres, su espejo favorito.
Pero sabía también que ya no tenía exactamente aquella tez de fruto dorado que había sido el
atractivo de sus veinte años; los ojos eran menos brillantes al despertar; las caderas se ponían
ligeramente pesadas. Ahora, ya no podía perder el tiempo.
¿Pero cómo, con esa Mahaut que la obligaba a acostarse en su habitación, cómo escaparse
para reunirse con un amante, o para ir, a medianoche, a alguna casa secreta y encontrar en las
prácticas del aquelarre las delicias del placer?
-¿En que sueñas? -le gritó de repente la condesa.
-No sueño, señora -le respondió deslizando la mirada sobre Mahaut-; pienso solamente que
podíais encontrar mejor muchacha que yo para serviros. Quiero casarme.
No se hizo esperar el efecto de la calculada maldad de esas palabras.
-¡Buen partido! -exclamó Mahaut-. Bien le irá a quien se case contigo. Tendrá que buscar tu
doncellez en el lecho de todos mis escuderos antes de encontrarse con sus cuernos.
-A la edad que tengo, señora, y tal como me habéis tenido soltera para serviros... la
doncellez es más bien desgracia que virtud. De todas formas, eso es algo más corriente que las
casas y los bienes que aportaré a un marido.
-¡Si los conservas, hija mia! ¡Si te dejo esos bienes! Porque los has ganado a mis espaldas.
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Librodot Los reyes malditos VI - La flor de lis y el león Maurice Druon
Beatriz sonrió y su mirada se enturbió de nuevo.
-¡Oh, señora! -exclamó con extrema dulzura-. No iréis a retirar vuestros beneficios a quien
os ha servido en cosas tan secretas... y que hemos realizado juntas.
Mahaut la miró con odio.
Beatriz sabía recordarle los cadáveres reales que dormían entre ellas, las almendras
garrapiñadas del Turbulento, el veneno en los labios del pequeño Juan I..., y sabía también que la
escena terminaría con un acceso de sangre en el rostro de la condesa, con el babero rojo marcado en
su cuello bovino.
-¡Tú no te casarás! Ya ves, ya ves el mal que me haces al enfrentarte conmigo; puedes estar
contenta -suspiró Mahaut dejándose caer en su asiento-. La sangre me zumba en las orejas; tendrán
que sangrarme de nuevo.
-¿No será por comer demasiado por lo que necesitáis sangraros?
-Comeré lo que me plazca y cuando me plazca -gritó Mahaut-. No necesito que una
ignorante como tu me diga lo que me conviene. ¡Ve a buscarme queso inglés! ¡Y vino! ¡Y date
prisa!
Ya no quedaba queso inglés en la despensa; la última remesa estaba agotada.
-¿Quién se lo ha comido? ¡Me roban! ¡Que me traigan un pastel!
«¡Pues sí, un pastel! ¡Atrácate y revienta!» pensó Beatriz al tiempo que le presentaba el
plato. [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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