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lleve. No quiero que ganes en la lotería de santa
guillotina, como dice el carnicero de la calle
Lombards.
Ten
cuidado,
Maurice,
vas
a
exasperarme. Vas a hacer de mí un bebedor de
sangre; necesito prender fuego a la isla de San Luis:
¡Una antorcha, una tea!
Lorin trató de convencer a su amigo para que
fuera razonable, y le dijo que estaba dispuesto a
cualquier sacrificio para salvarle.
—Gracias, Lorin; pero el mejor medio de
consolarme es saturarme de mi dolor. Adiós; vete a
ver a Artemisa. Yo vuelvo a mi casa.
Maurice dio algunos pasos hacia el puente. Su
amigo le preguntó si pensaba quedarse cerca de la
antigua calle Saint-Jacques por ver el sitio donde
vivía Geneviève.
211 / Alexandre Dumas
—No; quiero ver si ha vuelto adonde sabe que
la espero. ¡Oh, Geneviève, no te hubiera creído
capaz de semejante traición!
—Maurice, un tirano que conocía bien al bello
sexo, pues murió por amarle demasiado, decía:
La mujer cambia a menudo,
Muy loco está quien se fía de ella.
Maurice lanzó un suspiro, y los dos amigos
tomaron el camino de la antigua calle Saint-Jacques.
A medida que se acercaban escucharon un gran
alboroto, vieron aumentar la claridad y oyeron
cantos patrióticos.
Parecía que todo París se hubiera concentrado
en el teatro de los acontecimientos. A medida que se
aproximaba, Maurice aceleraba el paso. Lorin le
seguía Con dificultad, pero no quería dejar solo a su
amigo en semejante momento.
Todo estaba casi acabado: desde el cobertizo, el
fuego había pasado a los talleres, y la casa
comenzaba a arder.
Maurice pensó que ella podía haber vuelto y
estar,
enmedio
de
las
llamas,
esperándole,
llamándole. Y se lanzó, con la cabeza gacha, a través
de la puerta que entreveía en la humareda. Lorin le
siguió.
El techo ardía y el fuego comenzaba aprender
en la escalera. Maurice, anhelante, recorrió todo el
212 / Alexandre Dumas
primer piso llamando a Geneviève, pero nadie le
respondió.
Maurice recorrió toda la casa, habitación por
habitación, bajando incluso hasta a las bodegas; pero
no encontró a nadie.
—¡Pardiez! —dijo Lorin—. Ya ves que nadie
permanecería aquí a excepción de las salamandras, y
no es ese animal fabuloso lo que tu buscas. Vamos,
preguntaremos fuera, quizá la haya visto alguien.
Entonces
comenzaron
las
investigaciones;
recorrieron los alrededores, deteniendo a las mujeres
que pasaban, pero sin resultado. Era la una de la
mañana y Maurice, pese a su vigor atlético, estaba
deshecho por la fatiga: por fin renunció a su
búsqueda, y Lorin detuvo un coche de alquiler.
—Hemos hecho todo lo humanamente posible
para encontrar a tu Geneviève —dijo Lorin—.
Estamos derrengados; subámonos al coche y
vayámonos cada uno a su casa.
Llegaron hasta la casa de Maurice sin cambiar
palabra. En el momento en que Maurice bajaba del
coche, oyó cerrarse una ventana de su apartamento.
El joven llamó a la puerta, y cuando ésta se abrió
dijo Lorin:
—Buenas noches; mañana espérame para salir.
Maurice se despidió de su amigo, entró en la
casa y se enteró por su criado de que una mujer le
estaba esperando; pensó que se trataría de alguna
vieja amiga y dijo que se iría a dormir a casa de
Lorin.
213 / Alexandre Dumas
—Imposible; ella estaba en la ventana y le ha
visto llegar.
—¡Y qué importa que sepa que estoy aquí! Sube
y dile que se ha equivocado.
—Ciudadano, hace mal; la señora estaba muy
triste, y esto la va a desesperar.
—Pero bueno, ¿quién es esa mujer?
—Ciudadano, no he visto su cara; está envuelta
en una capa y llora; eso es todo lo que sé.
—Llora —repitió Maurice—. Entonces hay
alguien en el mundo que me ama lo suficiente para
inquietarse por mi ausencia hasta ese punto.
Subió lentamente hasta la habitación y vio al
fondo del salón una forma palpitante que se ocultaba
el rostro. Hizo una seña a su criado para que saliera,
y éste obedeció cerrando la puerta.
Maurice se acercó a la joven, que levantó la
cabeza.
—¡Geneviève! —exclamó—. ¿Estoy loco?
—No, amigo mío, está usted en su sano juicio
—respondió la joven—. Le he prometido ser suya si
salvaba al caballero de Maison-Rouge. Usted le ha
salvado y aquí estoy. Le esperaba.
Maurice confundió el sentido de estas palabras y
retrocedió un paso, mirando tristemente a la joven.
—Entonces, ¿usted no me ama?
Las lágrimas velaron la mirada de Geneviève.
Ella volvió la cabeza y, apoyándose en el sofá,
estalló en sollozos.
214 / Alexandre Dumas
—Está claro que usted no sólo no me ama, sino
que me odia por desesperarla así.
Geneviève se enderezó y le tomó la mano,
tachándole de egoísta.
—¿Egoísta? ¿Qué quiere usted decir?
—¿Es que no comprende usted mi sufrimiento?
Mi marido huido, mi hermano proscrito, mi casa en [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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